lunes, 5 de agosto de 2019

SIETE EUROS Y UN PAQUETE DE GALLETAS - Capítulo III: Con dinero y sin dinero

Capítulo III: Con dinero y sin dinero

Llegamos a casa flotando, envueltas en gratitud y cansancio. Hemos caminado unos 12 Km, que no es una gran distancia para lo que estamos acostumbradas a entrenar a diario. Pero es muy diferente correr por el campo, aunque haga mucho calor, por puro placer, que  caminar y sentir el rechazo y la soledad de la calle. Para eso no hay entrenamiento posible, es agotador.

      Me ducho con agua fría, lo que me proporciona un placer increíble y alivio para mis picores. Lo que he vivido ya lo conocía, me doy cuenta de que lo he soñado antes. Apenas puedo comer, tengo mucha sed y me siento viva, feliz y agradecida por lo que tengo: Un techo, una cama limpia, agua, comida...y a mí querida Shalom que descansa sobre el fresco suelo de mármol después de haber cenado.

A la mañana siguiente me despierto muy temprano y veo con otros ojos lo que me rodea: Siento el deleite de estar en la cama sin hacer nada, de poder ir al cuarto de baño, de tomar un buen café, de saborear el pan recién tostado despacito, para que dure el placer…

He quedado con mi hijo Jorge, le invito a comer en un buen restaurante. Me ducho sin prisa y me pongo mi mejor vestido. Cuando nos encontramos me mira asombrado, creo que nota que algo ha cambiado en mí. Estamos en la Calle Orense, en la acera de enfrente a la que ocupé ayer. Me siento emocionada y nerviosa ¿Y si me reconocieran los que ayer tuvieron compasión y nos dieron limosna? Tendría que explicarles mi trabajo… y sobre todo agradecerles lo que he aprendido a través de su generosidad y bondad.

     En el restaurante me aturde la carta con tantas exquisiteces para escoge, apenas puedo leerla y elijo algo que me llama la atención. Jorge y yo brindamos por nosotros, por Mónyca y por la experiencia que le estoy relatando y de la ahora forma parte.  El tiempo pasa sin sentirlo, saboreo cada bocado aunque me cuesta comer, me  siento viva y feliz, disfruto como nunca la comida, la buena compañía y la conversación. Sigo siendo la misma de ayer, pero algo muy profundo ha cambiado: Con dinero y sin dinero sigo siendo la misma.
                                                       




      Llevo a Jorge a La Casa del Libro para saldar una vieja deuda: Reparar algo que sucedió cuando él tenía 10 o 12 años. En un enfado desproporcionado, en un arrebato de rabia,  le rompí un cómic de Mortadelo que el autor le había dedicado en la Feria del Libro. Un verdadero tesoro para él. Fui a dar donde más le podía doler. A pesar de que lo hemos hablado y me he disculpado en varias ocasiones todavía faltaba una pieza, la reparación.

Jorge sonríe divertido cuando bajamos a la sección infantil, me pregunta si le voy a regalar un libro de 4 a 6 o de 10 a 12 años. Le llevo de la mano hasta el estante de los Mortadelos y le pido que escoja el que prefiera. Le explico que miré si el autor firmaba este año en la Feria del Libro, pero no ha ido. Me mira alucinado, le juro que es verdad, que me duele en el alma el daño que le hice y quiero repararlo. Tiemblo emocionada y le dedico el libro, estoy muy nerviosa e intento contenerme. Se me saltan las lágrimas cuando nos abrazamos, en un abrazo en el que cabe todo el Cosmos. Contengo la emoción para no derrumbarme en plena calle Orense, mientras un lazo invisible nos une más aún. Me despido con los ojos brillantes y el corazón latiendo como el batir de cascos de un caballo desbocado. Veinticuatro años después la antigua deuda se ha saldado.

Por la tarde, después de una siesta deliciosa, Shalom y yo salimos a la calle. Llevo casi la misma ropa de ayer, sólo he cambiado la camisa granate, sudada y deshilachada por una blusa azul de segunda mano. Sin cartel, sin mendigar, somos dos transeúntes más en la vorágine de la calle Bravo Murillo. Me siento otra, muy diferente a la pordiosera invisible de ayer. Volvemos a la heladería, a revivir la experiencia del helado, que a pesar del calor y  de ser riquísimo no sabe igual después de haber comido, bebido y descansado. Vuelvo a ver al vagabundo sucio, de piel renegrida y ropa mugrienta, que busca en las papeleras sin pedir.

Cogemos el metro para recoger un libro en el Barrio de Salamanca. Ya en el vagón una pareja de vigilantes se acerca a decirnos que tenemos que ir en el último vagón y que Shalom tiene que llevar bozal. Shalom ladra brevemente, no le gusta la agresividad de estos hombres, con sus porras, sus esposas y sus chalecos fosforitos. La tranquilizo y hablo con ellos, les digo que es la primera vez que vamos juntas en metro y no conozca bien las normas. Me siento firme y segura, nada que ver con la debilidad que sentía ayer con los vigilantes del intercambiador. Se despiden de nosotras con amabilidad al bajar del vagón. A la salida del metro se repite la conversación con otro vigilante, sonrío.

Volvemos a casa paseando por la calle Velázquez. Una mujer de mi edad, delgada, vestida con sencillez, con pendientes de perlas pide frente a un portal muy elegante. Me rompe el corazón, podría ser yo misma. Le doy dinero, diciendo “Gracias. Que Dios te bendiga”. Ella me da las gracias asombrada por mis palabras. Mi gratitud es enorme y casi no puedo hablar: A través de esta mujer siento compasión desde la dignidad, y es lo que le quiero agradecer. No es que yo sea muy guay por darle algo, es que ella me abre a la verdadera compasión. Le doy sin pena ni culpa, porque de alguna forma, esa mujer soy yo. Shalom se acerca moviendo la cola con suavidad y mirándome a los ojos toca con delicadeza la mano de la mujer con el hocico. Sus almas viejas se reconocen.

Un matrimonio de la zona pasea con su sofisticado shiba inu, los perros se saludan y los humanos intercambiamos palabras corteses. Aparentemente sigo siendo la misma persona de ayer, solo he cambiado la camisa churripitosa  por una blusa usada y ya no llevo colgado un cartel. En realidad la diferencia es abismal.

Pienso en el dinero que he gastado hoy en la comida y en los libros, y en el dinero que estoy dando. Veo la desproporción entre lo que gasto y lo que comparto y la diferencia me duele, como me ha dolido mendigar en la calle. Me siento tacaña.

Seguimos hasta La Castellana, con la esperanza de encontrar al hombre del perro y la maleta de ayer. Frente a la puerta del Corte Inglés, junto a la maleta, un saquito de pienso y el platillo de las monedas vigila el perro. El hombre no está y dejo dinero en el plato, el perro gruñe y enseña los dientes a Shalom. Nos vamos y el hombre se acerca corriendo a darnos las gracias y a reprender al perro con indulgencia. Le pregunto si lleva mucho tiempo en la calle e iniciamos una conversación. Un joven se acerca y le abraza con cariño para irse enseguida, se conocen. Mientras  conversamos otro hombre desconocido le da dinero.

Me dice que el lleva 6 años en la calle y su perra 10, que se ha roto dos costillas y vive en un túnel porque no está su trabajadora social para darle una ayuda que le permite dormir en una pensión. El médico le ha dicho que descanse. Cuando tiene dinero va a dormir a una pensión que le cuesta 24 €. Me dice animado que ahora se lo está currando mucho para sacar esos 24 € que les permiten tener una cama y un techo cada noche. Pienso con tristeza que tendrá que estar muchas horas pidiendo para reunir esa cantidad desorbitada. Deseo que tenga más éxito que yo, que solo conseguí siete euros y un paquete de galletas pidiendo más de seis horas. Le digo que se cuide y acaricia con delicadeza  a Shalom, diciendo que se parece a su perra, que es oscura, más pequeña, más gordita y barbuda. Le cuento que Shalom era de la calle y ha sido rescatada de la perrera, sonríe complacido diciendo “Igual que Chula”, refiriéndose a su compañera. En este momento, siendo tan diferentes, nos sentimos muy cercanos. Me despido de el con un “Gracias. Que Dios te bendiga”. Se empeña en agradecerme lo que él llama “mi bondad”, y le digo que soy yo quien más tiene que agradecer. Me siento mareada, me gustaría decirle mil cosas, seguir con la conversación que tanto agradece, transmitirle que me veo reflejada en su historia, que somos dos gotas en el mismo mar de la existencia. No se cómo expresarlo y una vez más Shalom lo hace mejor que yo, le mira con sus ojos brillantes, oscuros y profundos, que conocen tan bien la vida y las miserias de la calle y le dice “Hermano, ya nos conocemos”.

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